Carlos Alsina

 

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LA VIGENCIA DE LOS CLÁSICOS

¿Qué provoca que una obra teatral adquiera la categoría de “clásico” y, por lo tanto, siga teniendo vigencia?

Probablemente se trate de un texto que ha logrado expresar y revelar (o sea poner bajo la luz), de modo genuino, las principales contradicciones de un momento histórico determinado. Esas contradicciones pueden ser culturales (en sentido amplio uso esta palabra), sociales, económicas, políticas y personales ya que, seguramente, tendrá que ver con la personalidad del creador y su relación sensible con el entorno en el cual le tocó vivir.

Todas las obras consideradas clásicas lo son en la medida que expresan matrices o hitos, o bisagras. O sea, nuevos momentos en el proceso de desarrollo de las civilizaciones.

Y se convierten en clásicas también, en la medida en que logran derrotar el paso del tiempo. Es decir, porque fueron fundacionales y representan esas bisagras históricas, es que perduran.

Ahora bien, ¿cómo es, entonces, que adquieren vigencia cuando se representan en el presente?

Es necesario aclarar que siempre que se pone en escena una obra teatral se trata de una recreación, sea o no un clásico. El teatro es lo opuesto a un museo y posee el desafío de su inmediatez. Por lo cual, sería un absurdo tratar de poner en escena una obra clásica exactamente del mismo modo en que lo hizo Esquilo, o Sófocles, o Shakespeare. Resultaría imposible, puesto que cambió el receptor, o sea el público, cambió el entorno cultural, cambiaron también los hacedores del hecho escénico y se renovaron los fantasmas de los seres humanos y de sus comunidades.

Moliere escribía sus comedias condicionando su duración al tiempo que permanecían encendidas las candelas que iluminaban los teatros de la época, cuestión que hoy no nos condiciona.

Los actores de la tragedia griega no representaban el mismo papel durante una obra. Como había categorizaciones de oficio, el primer actor siempre representaba al personaje más importante de una escena, aunque cambiara el rol que acababa de representar en el escena anterior. Lo mismo hacía el segundo actor y así sucesivamente.

Sin embargo allí están las matrices de nuestra cultura y de nuestra identidad como civilización occidental. ¡Cómo no nos va a conmover Antígona, por ejemplo, si la leemos a la luz de la historia argentina reciente así la ambientemos en la Grecia clásica y no omitamos ni agreguemos nada al texto original!

Quizás esa perspectiva histórica nos revele aún más que, pese al tiempo transcurrido, los hombres nos seguimos matando sin piedad. Y entonces, hoy, podríamos preguntarnos: ¿Por qué?

Los clásicos son tales porque, através del paso del tiempo, nos están hablando de conflictos humanos profundos que aún perduran. Aunque se expresen de manera diferente en las distintas épocas, hay sentimientos constantes que recorren la historia de la humanidad: la muerte, el amor, la traición, la alegría, la soledad... Los clásicos son hitos en la historia de la civilización y resulta imposible negarlos porque somos hijos de esos momentos del pasado y vivimos la constancia de esos sentimientos.

Por ello es imposible no recrearlos. Por eso son clásicos.

Tomemos un ejemplo: Shakespeare.

Este autor expresa con pasión y con lírica belleza la matriz del hombre contemporáneo en la medida que es un resultado de un momento histórico, el Renacimiento, en el cual se coloca al hombre en el centro del universo y se desplaza al arte sacro. Hasta hoy perduran los ecos de ese momento fundacional. Con Shakespeare relucen las contradicciones personales, las pasiones individuales, lo impuro de la personalidad y sobre todo: el poder del deseo. Inglaterra se afianzó como potencia marítima y comercialen esos años y empezó a predominar lo que ahora llamamos sociedad mercantilista. Es decir, que hasta hoy, 400 años después, las cosas o las personas poseen un mayor valor en la medida en que escasean o no están totalmente disponibles. En el “mercado” de objetos y de sentimientos más se aprecia lo que menos hay.

El individuo se lanza a luchar para concretar su deseo. Una vez que el deseo se ha consumado, una vez que se ha adquirido un poder de posesión sobre la cosa o la persona deseada, inmediatamente ésta comienzan a carecer de interés.

Se desea lo que no se tiene o lo que otros desean. Se envidia lo que no se tiene y se cree que otro posee. Basta que algo o alguien sea deseado por un tercero para que el interés por esa cosa o persona no decaiga.

Esa mirada, que es totalmente actual, se la debe el teatro universal, a Shakespeare.

¡Cómo no va a tener actualidad su teatro si es una matriz de nuestra actual condición humana en donde el deseo de poseer es el motor predominante y la lucha por ese poder nos acarrea guerras, traiciones, y tragedias personales y colectivas!

Ahora bien... ¿Puedo representar una obra de Shakespeare como él lo hizo? Imposible.

Se hace necesaria una actualización que, sin traicionar esa matriz fundacional que lo caracteriza como autor, adecúe ese texto escrito hace 400 años a las condiciones de la sociedad en la cual se vaa representar ese texto. Es indudable que el espectador actual no posee la misma relación con el tiempo, para poner un ejemplo, que el espectador inglés de fines del 1500 y comienzos del 1600. El cine, la televisión, el zapping, internet, las comunicaciones, los viajes cada vez más breves, cambiaron radicalmente al público. Es necesario tener en cuenta esas condiciones para que el espectáculo comunique lo importante sin aburrir, con potencia y sin traicionar lo particular del aporte del autor.

Y no se trata necesariamente de una poda o de una adaptación textual. Podemos representar hoy una obra de Shakespeare sin omitir una sola letra, conservar su espíritu ynecesariamente recrear otros aspectos del lenguaje teatral.

En cuanto al teatro nacional podemos decir que ya hay clásicos consagrados de una dramaturgia propia: “Juan Moreira”, por ejemplo. Pieza fundante del teatro argentino.

O “Barranca abajo”, o “En familia”, o “Mateo”, o “El conventillo de la Paloma”.

Es que esos textos están expresando, entre otros, fenómenos sociales como el de la inmigración, por ejemplo, que son constitucionales de nuestra identidad nacional. Por ello perduran, porque cada espectador reconoce su origen en esos textos.

Ahora bien, ¿tendrá valor artístico tratar de reproducir lo epidérmico, lo anecdótico o pintoresco de esas obrascomo si se tratara de una colección de almanaques? ¿ O será mejor intentaruna lectura a hoy de la vigencia de esos textos? ¿O los inmigrantes bolivianos no cuentan en la sociedad argentina actual, por ejemplo? ¿O los coreanos? O los argentinos que emigran al exterior.

Lo fundamental es que, en esa necesaria adecuación de los clásicos, no se diluya lo que tienen de importantes y de trascendentes. Y se respete la poética del autor, o sea, su intransferible y única relación sensible con el mundo. Si no, tal vez sería mejor escribir otra obra y no aprovecharse de los muertos.

En cuanto a la damaturgia tucumana podemos intuir que, pese a su vida no demasiado larga, ya hay algunos textos que expresan momentos y situaciones que, quizás en el futuro, los conviertan en clásicos de un teatro propio, ese que, desde este lugar, representa los conflictos humanos pintando “esta aldea” como genuino modo de ser también universal.

Carlos Alsina.

 

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